Santos de hoy: San Blas
Parece ser que nació en Sebaste - actual Sivas -, en la segunda mitad del siglo III. Era un armenio. Dicen que fue médico - entiéndase de cuerpos, como todos los médicos, y no necesariamente laringólogo que eso es especialización ulterior -, pero aseguran también que ejercía del mismo modo, con la misma pericia y con estupenda generosidad la medicina en las almas. Era la caridad la virtud que le impulsaba a hacer el bien, dando consuelo para los remordimientos y paz en las tempestades de dentro. Así que lo eligieron obispo por aclamación de clero local y pueblo, según la usanza propia del tiempo. Las circunstancias externas eran extremadamente difíciles entonces por la persecución de Diocleciano y de sus sucesores, como lo atestigua el martirio de Eustracio, o el de Carcerio, o el de los 40 mártires de Sebaste que dieron su vida por la fe. Cuenta el relato de su vida que aquél sabio y bondadoso obispo Blas se refugió en las montañas y desde allí mantenía contacto con sus fieles esporádicamente y en oculto, consolándoles y fortaleciéndoles con su ejemplo y palabra. Sólo una vez interrumpió voluntariamente aquel autodestierro; fue por la larga visita que hizo a Eustracio en la cárcel la noche antes de su martirio; compró por dinero al carcelero y pasó con su fiel toda la noche confortándolo en el difícil trance, dándole la Eucaristía y dialogando sobre el premio del cielo que se prometía cercano; el alba trajo las primeras claridades y el abrazo puso fin al diálogo. El regreso a las montañas fue el comienzo de su vida como anacoreta retirado en oración y penitencia. Ya que no hay fieles a los que instruir y curar, vienen las fieras, pequeñas y grandes, a darle compañía en su cueva y a recibir la bendición del santo que las libraba de sus males, aunque nunca le interrumpieron durante el tiempo de sus rezos por muy apuradas que estuvieran. Así lo encontraron los soldados del prefecto Agrícola cuando pateaban el monte Argeo en busca de fieras para las fiestas de los romanos en el circo; asombrados lo vieron en escena paradisíaca, rodeado de lobos, tigres, leones, osos, liebres y conejos. Describen la conducción del prisionero Blas por las tierras y pueblos hasta Sebaste como un cortejo triunfal por las aclamaciones de los cristianos y paganos que se le acercan, le tocan, besan sus vestidos, piden su bendición y hasta curó al cerdo de aquella mujer que casi se lo destroza un lobo y, lleno de bondad, sanó la garganta de aquella joven que la tenía atravesada por una mala espina. Llevado a la presencia del procurador, se le juzga por blasfemo y le brindan la oportunidad de salvarse de la muerte con el solo hecho de derramar unos granos de incienso en la pira encendida a los dioses. Como el obispo resiste con firmeza, lo apalean, lo cuelgan de un madero y rastrean su cuerpo con garfios de hierro sin hacerle desistir de su fe. Unas mujeres piadosas asegura el relato que fueron siete tuvieron la osadía de tomar algo de su sangre y untaron con ella sus cuerpos. Bastó este gesto para que fueran culpadas, reducidas, encadenadas y condenadas a morir, incluidos los dos pequeños de aquella buena madre que no dejaban de agarrarse al vestido de mamá. Fue decapitado Blas, con aquellos dos niños; el año debió ser el 316. Su culto se extendió por todo Oriente y luego por Occidente. La fama de taumaturgo se celebró en el templo de Constantinopla consagrado a su nombre. En Armenia llegó a existir la Orden militar de San Blas. A lo largo de la Edad Media se pudieron contar en Roma 35 iglesias bajo su protección, y una privilegiada abadía. En Yugoslavia es el patrono de la república de Ragusa y hasta se imprimieron monedas con su efigie.
Algunos le invocaron como protector de los ganados, pero el mayor eco que encontró en el pueblo es el de protector para los males y enfermedades de garganta. Y no creas que sólo es por el interés de salir del paso por las molestias que acarrea un catarro, un enfriamiento, una infección o un cáncer. Como con las gargantas hacemos los hombres muchas cosas, también se recurre a él cuando hay peligro de renegar de la fe, o se pide su intercesión para los males que originaron las malas confesiones y hasta de las intemperancias en la bebida.